Yo estuve ahí muchas veces. En esas mismas paredes que hoy ya no existen, bailé, reí, abracé. Nunca pensé que un lugar lleno de vida pudiera convertirse en un escenario de muerte. Y aunque no estuve esa noche, podría haber estado. Cualquiera pudo haber estado. Ese pensamiento no me deja en paz. Porque no son solo números, no son solo titulares: eran personas. Con historias, con sueños, con planes que nunca volvieron a casa.
El desenlace de la tragedia del Jet Set no ha sido el final que muchos merecían. Porque cuando se pierde a un ser querido de forma tan repentina, tan brutal, lo único que se necesita es poder despedirse. Poder cerrar los ojos y decir: “Aquí estás, ahora puedo dejarte ir.” Pero ese derecho le ha sido arrebatado a demasiadas familias. Y eso duele. Duele más de lo que las palabras alcanzan a explicar.
Hoy, mientras algunas personalidades del medio y gente con recursos ya han recibido a sus muertos, ya han llorado frente a un ataúd, ya han tenido ese mínimo gesto de consuelo, hay decenas de familias esperando. Esperando que el INACIF haga su trabajo. Esperando que les digan algo. Lo que sea. Que les entreguen un cuerpo, una camisa, un nombre. Algo que les devuelva al menos la certeza de lo irreversible.
Y aquí va la estadística que rompe cualquier defensa emocional: más de 200 personas murieron aquella noche. Más de 200 vidas apagadas en segundos. De esas, al menos 33 cuerpos aún siguen sin ser identificados. Treinta y tres historias congeladas. Treinta y tres familias atrapadas entre el dolor y la espera. Treinta y tres personas que no han podido ser lloradas como merecen. Es una cifra devastadora, porque detrás de cada número hay una madre, un hijo, una vida que alguien aún no ha podido abrazar por última vez.
No es justo. No puede ser justo que hasta en la muerte exista prioridad. Que los apellidos suenen más fuerte que el llanto. Que los contactos aceleren los procesos mientras otros, más humildes, se agolpan frente a una morgue sin respuestas. No es justo que algunos ya estén enterrando a los suyos, mientras otros siguen suplicando poder reconocer un rostro.
Y mientras eso pasa, mientras el dolor se cocina a fuego lento en el pecho de tanta gente, la tragedia continúa. Porque no termina con el derrumbe del techo. No termina con el conteo de cadáveres. No termina hasta que cada cuerpo haya sido devuelto. Hasta que cada madre, cada hija, cada hermano, tenga dónde llorar. Hasta que el silencio se llene de verdad. Hasta que la justicia deje de ser promesa.
La justicia no puede llegar tarde, tampoco puede llegar a medias. Necesitamos saber qué pasó. Quién permitió que eso ocurriera. Quién no supervisó. Quién autorizó. Quién calló. Porque las discotecas no deberían caerse. Porque los techos no deberían romperse cuando la música suena más fuerte. Porque ninguna fiesta debería terminar con más de 200 muertos.
Hoy escribo esto desde el duelo, aunque no perdí a nadie directamente. Pero me duele. Porque cuando uno ha estado en ese mismo lugar, compartiendo el mismo aire, es inevitable sentir que algo también se nos rompió por dentro. Me duele por cada cuerpo que sigue sin nombre. Me duele por cada familia que no ha podido decir adiós. Me duele porque la muerte no debería doler más de lo que ya duele. Y esta, duele de más.
A los que perdieron a alguien esa noche, los abrazo desde aquí. A los que aún esperan, no los olvidamos. Y a los responsables, a los que pudieron prevenir y no lo hicieron: no miren hacia otro lado. No esta vez. Que al menos esta vez, haya justicia. Que al menos esta vez, haya memoria. Y que nunca más tengamos que escribir estas palabras desde el dolor.
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